domingo, 16 de diciembre de 2012

Día 6 (Parte I)

No tengo perdón, así que me ahorraré las excusas (trabajos, exámenes, vagancia). Para compensaros subo DOS días de golpe. Esperando que todavía haya gente con ganas de leer mis aventurillas por este maravilloso país. Y si no pues ya me encargaré yo de convenceros, porque es aquí cuando empieza la parte verdaderamente interesante...

Día 6

"La felicidad o la desgracia dependen enteramente de la actitud de la mente" (Upanishad)

El día ha comenzado duro. Me levanté a las 6 de la mañana para hacer yoga, y a duras penas podía ponerme en pie. Ayer por la noche comenzó a dolerme mucho el estómago, y lo que me ofrecían como cena (el mismo cuenco de arroz con chili picante que me había hecho enfermar) no parecía ayudar mucho, así que lo rechacé. "No puedes estar sin cenar, niña", me decía Mr.Ganesh preocupado. Pero yo lo prefería antes que volver a comer lo mismo. Me levanté sin fuerzas, y mi estado de ánimo no era mucho mejor.

Apenas estaba amaneciendo cuando nos dirigimos todos al templo hindú donde nos tocaba meditar. El conductor de la meditación es el padre de Indhira, que por lo visto todas las mañanas acude a sus propias clases con un gurú de meditación. Tras recitar unos mantras, nos hizo hacer una serie de ejercicios y correr dando vueltas a una figura grande del que creo que es Budha. Media hora más tarde ya habíamos terminado, pero todavía nos quedaba una hora para desayunar, así que nos cambiamos de ropa y nos quedamos sentados en las escaleras un rato.

Al llegar a la cocina, conforme me quitaba los zapatos para entrar (no sé si os dije que van descalzos por todas partes, para no manchar nada), me vino ese olor a curri que me había hecho enfermar el día anterior. Miré a mi alrededor y no me cupieron dudas: también ese iba a ser mi desayuno. Lo rechacé de nuevo, para preocupación de todos. "¿Cuándo va a comer?" "¡Esta niña va a morirse!". "Puedes comer como una europea, pero ahora vas a trabajar como un Indio", me advertían.

Acepté sus consejos, pero me mantuve en mi negativa por comer. Estaba malumorada, sin fuerzas. "Intenta relajarte", me decía, "no es culpa suya". Pero me veía 15 días más allí, comiendo siempre esa comida que hacía daño a mi estómago, y todo lo que sentía era vértigo. Además, por si fuera poco, se negaban a comprar agua potable, por lo que todo el agua que bebíamos era hervida, y siempre estaba caliente. No ayudaba teniendo en cuenta los 40º a los que nos enfrentábamos fuera. Eso, unido al dolor de espalda que me provocaba la férrea tabla que teníamos por colchón, la falta de condiciones higiénicas y el desagradable olor de las cocinas... hizo que mi mundo se viniera abajo. "¿Qué estoy haciendo aquí?"

Resignada, e intentando que no se me notase demasiado mi desánimo, me tomé un té y todos juntos nos dirigimos a nuestro lugar de trabajo.


Teníamos que construir los cimientos de un nuevo edificio para la escuela. Ahí estaba un grupo de trabajadores asalariados (sólo eran tres), a quienes íbamos a echar un cable. O eso creíamos. Porque viendo la facilidad con la que se lanzaban las piedras unos a otros sin resultar heridos, nos dimos cuenta de que más que una ayuda, íbamos a ser una carga. 

Ellos nos miraban y cuchicheaban. De vez en cuando, soltaban alguna carcajada indiscreta. Nosotros, mientras tanto, intentábamos cogerle el truco a lo de lanzarnos piedras. Hacía calor, y yo empezaba a sentir que tenían razón cuando me decían que debería haber desayunado. "Estás muy blanca, siéntate", me indicó Sirisha, y le hice caso. "Tienes que comer, aunque no te guste la comida. Si no, no vas a poder hacer nada aquí". 

Me sentí ridícula. Como una niña pija a la que no le gusta su hotel. Así que me mantuve unos minutos a la sombra y acepté una taza de té que nos trajeron. Estábamos sorprendidos: ¿té para combatir el calor? ¿es que nadie bebe agua fría? "¡No tenéis ni idea!", nos dijo un obrero, "el té caliente es lo mejor para el trabajo. Te pone caliente por dentro, y así hace frío fuera". 

Tenía sentido. 

Minutos después, volví a la carga. Poco a poco le fuimos pillando el truco. Las piedras se colocaban y se rellenaba el espacio con una especie de gravilla que previamente fabricaban artesanalmente. Después, se le echaba agua y había que asegurarse de no dejar ningún espacio. Y así, poco a poco, se iba construyendo una escuela. 

Entre la emoción de ver los resultados de nuestro trabajo, y a base de cantar canciones de nuestros respectivos países, fuimos pasando la mañana con bastante alegría. La música siempre hace las cosas más fáciles, a fin de cuentas. Cuando, a las 13h, dimos por finalizada nuestra jornada laboral, Sirisha alzó la manguera con la que habíamos estado trabajando y empezó a empaparnos a todos. 

Era lo más parecido a una ducha que habíamos tenido en 6 días. No recuerdo haberme reído con tanta alegría en mucho tiempo. Ahí estaba. De eso iba todo. De ser feliz con un poco de agua, de cantar con tus compañeros. De ser feliz trabajando. Todos esos mantras que recitaba incansablemente nuestro gurú de la meditación no eran más que eso.



-Me siento estúpida a veces, Mak -le decía minutos después al chico bangladeshí (le podéis ver en esta fotografía, con una cámara en la mano). Esperábamos a que fuera la hora de la comida, sentados en las escaleras del porche.

-¿Por qué?

-Hace unas semanas, me obsesioné con que quería un iPhone. Y no me gustaba salir de casa si mi flequillo no estaba planchado.

-Pues yo creo que estás guapa así -me dijo, con una sonrisa. Me miré, con mis bombachos llenos de barro, mis uñas de los pies ennegrecidas, apestando a toda una mañana de trabajo y con mi pelo enredado en bucles.

-Supongo. A veces no hace falta más, ¿verdad?

-Podemos vivir así, no hace falta más. Pero no te engañes, seguro que echas de menos tus planchas de pelo, tu maquillaje, tu pintauñas.

Miré mis uñas antes de contestar. Tenía razón, sería absurdo negarlo. Pero experimentaba una cierta sensación de libertad al saber que, en aquel momento, no necesitaba nada de todo aquello para subsistir. Era solo yo, con dos pares de pantalones y cuatro camisetas. Nada más.

Tras unos cuantos minutos esperando, mi estómago parecía querer comerse a sí mismo, por lo que esta vez no me negué a probar el arroz picante. Lo introducía a mi boca intentando no saborearlo, dejando de respirar, lanzándolo directamente a mi garganta, con cada vez mayor pericia. Nada de eso evitaba que incluso mis labios me escocieran por el picor del curri, pero lo que más me preocupaba era la reacción de mi estómago. No tardó en hacerse llegar, y no pude siquiera terminar el plato.

Sin embargo, tuvieron un detalle muy bonito conmigo. El organizador había cogido el coche al pueblo más cercano, y había comprado mangos y agua mineral. Ver esa fruta estuvo a punto de hacerme llorar de emoción, y me serví un gajo disfrutando a cada instante. Mi reacción les hizo sonreír. "¡Mira cómo come ahora!", exclamó Ganesh, con alegría.


(sigo en la siguiente entrada, que esto se queda muy largo) -> Pincha AQUÍ

No hay comentarios:

Publicar un comentario