martes, 16 de abril de 2013

Día 9

"Estamos en este mundo para convivir en armonía. Quienes lo saben no luchan entre sí." (Buda) 

El trabajo es tan duro como satisfactorio. Normalmente, tanto para el desayuno como para el resto de comidas, sirven arroz blanco y, a continuación, la posibilidad de un curry picante (que yo siempre rechazo por el bien de mi estómago sensible). No obstante, hoy han hecho una excepción, y el arroz venía ya condimentado y muy -MUY- picante. Apenas he podido probar bocado, ni en el desayuno ni en la comida, así que tengo mucha, mucha hambre. Trabajar a pleno sol se hace duro, pero lo llevamos con bastante alegría porque aprovechamos para cantar o inventarnos juegos mientras nos lanzamos las piedras los unos a los otros.
Poco a poco vamos viendo que los agujeros en la tierra van transformándose en cimientos de una escuela, y esa es una sensación que puede con el hambre, la sed y el cansancio. Aun así, he de decir que en cuanto dan por finalizada nuestra jornada laboral siento un enorme alivio. Especialmente hoy El hambre que siento es insoportable, pero la salsa picante me pone enferma. Busco por todos los medios alimentarme de frutos que encontramos por ahí, pero también lo hago con ciertas reservas.
Me recomendaron que comiese una especie de moras de un color amarillo fosforito; sí, el ejemplo típico de algo que por motu propio jamás me llevaría a la boca. Sin embargo, tienen razón, ¡está bueno! Parece un caramelo de pica-pica. Y de eso me alimento. A veces, también, cae un coco de una palmera, y todos nos abalanzamos para romperlo con piedras y compartirlo.
Sí, como veis en esta foto, después tocaba hacer la colada. A la antigua usanza, claro. Frotar y frotar contra una piedra. No se quedan limpias, pero por lo menos logramos eliminar el barro y el olor a sudor.
Hago referencia a esta foto porque este fue el momento en el que irrumpió la coordinadora del campo de trabajo para decirnos que los obreros (los que trabajaban con nosotros todas las mañanas, y a los que ayudábamos) se habían quejado de nuestra vestimenta. En concreto, habían advertido que mi camiseta en ocasiones se deslizaba lo suficiente como para que se viera un tirante de mi sujetador.
No tuve palabras para contestar a eso. Todos parecían bastante molestos y tuve que callar.
Pero sólo traía tres camisetas.
Esta anécdota me ha provocado un mal humor que me ha durado todo el día. A punto he estado de empezar a marcar los días que me faltan para volver en la pared.
Por suerte, esta noche he vivido el momento más emotivo de todo el viaje. Estaba tumbada en la cama, sumergida en mi mosquitera e intentando olvidarme de todo mientras hacía tiempo para la cena. Indhira estaba sentada en la suya ordenando su ropa. Ha estado un poco distante desde que hablamos del matrimonio, pero ahora en cambio me miraba fijamente como si quisiera preguntarme algo y no se atreviese. -¿Qué tal? - digo para echarle un cable. Después de estos días, si algo he aprendido es que las indias son unas mujeres extraordinariamente tímidas y reservadas.
-Bien -responde, acompañándolo con el ya típico "indian bubble" (sí, ese movimiento de cabeza que explicaba al principio del blog)-.
Oye, Jara...
-Dime.
-Cuando un chico os deja, ¿no os rompe el corazón? ¿os da igual?
La pregunta me pilla desprevenida. Casi me arranca una carcajada, pero veo que ella me lo pregunta muy seria. Me incorporo en mi cama y aparto la mosquitera de mi cara para mirarla fijamente.
-Pues claro que nos rompe el corazón. A mí me ha pasado.
-¿En serio? -sus ojos se abren de par en par y mira al suelo confusa-. ¿Y cómo conseguiste superarlo y encontrar a alguien nuevo?
-El tiempo pasa. Olvidas. Es horrible, por supuesto, y tardas mucho en olvidar y superarlo. A veces no olvidas del todo. Pero entonces un día encuentras a una persona y, sin que tú quieras, vuelves a enamorarte, a ilusionarte... aunque cuando te dejen creas que eso no va a pasar nunca.
Mi respuesta la deja en silencio, y sigue mirando el suelo unos instantes, como si ordenase todos los pensamientos en su cabeza. Tras un largo rato, me mira.
-¿Sabes? Tengo que admitir que pensaba que los occidentales no teníais sentimientos. Tenéis tantos novios que... no sé. Creía que ibais probando de uno a otro porque os cansabais. Que todo os daba igual -hace una pausa, y sonríe-. Ahora que te conozco, sé que sí tenéis sentimientos. Somos más parecidas de lo que pensaba.
Ahora es mi turno para sonreír.
Indhira saca entonces uno de sus saris y me lo tiende.
-¡Pruébate esto! -exclama, y sale de la habitación para llamar a Sirisha y Shooti, dos amigas más.
En cuestión de minutos, todas vienen emocionadas a mi habitación trayendo telas y joyas.
-¿Me voy a poner un sari? -pregunto, alucinando. Era una de las cosas que llevaba queriendo hacer desde el primer día y que nunca me habría atrevido a pedir.



Pronto tengo a Sirisha y a Shooti rodeándome y vistiéndome.
El sari es una tela tremendamente complicada. Primero llevo unos calzones, a los que enganchan un trozo de tela y empiezan a envolverme como si fuera un rollito. Después, el exceso lo suben arriba cubriendo parcialmente la camiseta. Dependiendo de la región de la India, se recoge de una u otra manera, y en el norte (Rajastán) incluso se utiliza para cubrir el pelo de las mujeres.
Mientras tanto, también visten a dos de mis compañeras. Por lo visto, ellas llevan Sari de mujer, y yo (que "parezco más joven", según me han dicho) llevo uno de casadera. Es decir, que el traje que llevo, es un traje que usualmente se ponen para hacerse la foto que después se difundirá entre familia y amigos para encontrar a un esposo. (El equivalente a nuestra foto principal de Facebook, pienso yo, con cierta ironía).
La cuestión es que les emociona vestirme así. Dianne ayuda a hacerme la trenza, y después las indias me colocan flores en ella. Tampoco faltan unos pendientes enormes, un colgante y el inevitable punto rojo entre las cejas.

 

Shooti me mira desde lejos, sonríe pero de pronto se alarma y empieza a buscar entre sus objetos con impaciencia. En cuanto da con el ungüento negro con el que cada mañana se pinta los ojos, corre hacia mí y coloca un dedo manchado de negro en mi costado desnudo. El resultado es un punto negro.
-En India creemos que estar demasiado guapa atrae la mala suerte -me explica-. Si ponemos una imperfección, no pasa nada.
Me río. Es un buen piropo, me convence. Por supuesto, una vez vestidas no podemos evitar la posterior sesión de fotos.


-¡No sonrías con la boca abierta! No saques los hombros atrás. Finge timidez, no mires directamente a cámara... -tantos y tantos consejos para parecer una auténtica india casadera.
Sin embargo, por sus caras, descubro que sigo pareciendo una occidental demasiado atrevida como para encontrar marido.
La sesión es divertida y estoy emocionada con las fotografías. Me ha encantado sentirme dentro de sus saris, comprobar en primera persona la opresión del vestido y descubrir que sí, que es un traje enormemente femenino y sensual. Pero que también es la cosa más incómoda que una puede ponerse encima de la piel.
Tras devolverles los trajes y cenar, el tiempo junto a mi diario me permite reflexionar sobre todo lo ocurrido hoy. La conversación con Indhira no para de acudir a mi cabeza. Sus preguntas, sus reflexiones, me han pillado totalmente desprevenida. Estamos tan habituados a debatir nuestros prejuicios hacia ellos (de hablar de venir sin prejuicios, romper prejuicios), que no nos damos cuenta de que ellos también rompen los suyos cuando nos invitan a sus casas. Que también ellos tienen que darnos un voto de confianza.
Imagino que la frivolidad occidental cae por su propio peso cuando Isa, Fanny y yo empezamos a hablarles de amores pasados y presentes, compartiendo una bolsa de guisantes picantes después de la cena, viendo atardecer mientras contemplamos las fotos en la cámara:
-Soy tan blanca... -me quejo.
-Soy tan negra... -se queja Sirisha.
"El mundo está loco", consentimos, satisfechas

domingo, 20 de enero de 2013

Miradas de la India: La experiencia de Isabel

Hoy os traigo algo diferente. No he terminado (como imaginaréis) el relato de mis días en la India. Queda mucho que contar, aproximadamente la mitad del viaje; prometo ponerme con ello en cuanto termine los exámenes. Es decir, que la semana que viene ya tendréis novedades

Pero es que hoy ha ocurrido algo fantástico. La chica española con la que coincidí en mi viaje ha leído el blog y me ha escrito para contarme sus reflexiones al respecto. Me ha parecido muy interesante, y creo que puede ser bastante enriquecedor añadir los puntos de vista del resto de los voluntarios. ¡Lo intentaré, a ver si se prestan!

De momento aquí os dejo el primero. ¡Espero que os guste!

La experiencia de Isabel

Isabel García vive en Madrid. Es economista y centra ahora sus estudios en la Responsabilidad Social Corporativa. Ha sido voluntaria también en un campo de trabajo en Tailandia y en Tanzania. Asimismo, ha coordinado este verano un campo de ecodesarrollo rural con voluntarios internacionales en Salamanca. Todo ello de la mano de la organización SCI (Servicio Civil Internacional).


"Me encanta, Jara, gracias de nuevo por transportarme a aquellos días...

A mí también me parece un tema muy complicado... Recuerdo que yo también me sorprendí muchísimo y me indigné. Pensaba que [el matrimonio concertado] era un práctica obsoleta que se practicaba en el ámbito rural, pero me encontré con chicas universitarias e inteligentes, con las mismas ansias de conocer y vivir que las mías, relegadas a un destino prefijado por otros...
Recuerdo que hablamos mucho del tema… Pensé mucho sobre ello y me puse a recordar la historia occidental, pues muchas veces, para poder entender un comportamiento tienes que remontarte a lo que conoces.

En Europa, durante siglos, se ha procedido a un comportamiento similar, si bien no era prefijado en la mayoría de los casos por los padres de los casamenteros, era del todo inconcebible casarse sin su apoyo y consentimiento. Buscabas para tu progenie a una pareja que procediera de una familia similar a la tuya. cristiana, devota, de una posición social similar si no igual… (¿Os imagináis a una campesina que aspirara a casarse con el señorito del pueblo? Harto complicado).


En España la religión, a grandes rasgos ha sido homogénea (ya se encargaron los Reyes Católicos de que así fuera). Pero en la India, la religión es un auténtico mosaico. Si lo unimos a las casi 3000 subcastas que se encuentran en la práctica, tenemos un país con una riqueza cultural amplísima. A esto hay que añadir el idioma. La India cuenta con 18 lenguas oficiales, con distintos alfabetos incluso. Esa es una de las razones por la que el inglés permaneció como lengua oficial, con un fin unificador (que no quiere decir que todo el mundo lo hable, claro).

Si hacemos la combinación de subcastas, las ramas del hinduismo e idiomas, nos sale un número desorbitante. Las diferencias en los estilos de vida, para los occidentales muchas veces imperceptibles, para ellos son abismales. (Un dato que me hizo gracia fue que para ellos todos los europeos, personas y países, eran lo mismo. Daba igual un protestante inglés que un andaluz católico o un finlandés ateo. Nosotros vemos la diferencia. Quizá ahora, con las nuevas tecnologías y la globalización creciente, las nuevas generaciones son cada vez más homogéneas, pero remontémonos 100 ó 200 años atrás, donde las prácticas religiosas marcaban un hito en la vida de las personas. Imaginemos que a principios del siglo XX a una andaluza devota que se casa con un inglés protestante. Imaginemos cómo se sentiría cuando se niega a comer carne durante determinados días, o el pecado que ve a su alrededor cuando otros lo hacen, por no hablar de las diferencias culturales y de idioma.)


Del tiempo que estuve en la India tan sólo pude atisbar, de lejos, la punta del iceberg. Que una chica llevara un aro en la nariz implicaba que podía ser de la subcasta X, pero también del Y, porque estaba permitido, no obstante llevaba el sari plegado en el hombro en vez de en la cabeza lo que implicaba que seguía la rama del hinduismo Z, pero no comía carne, por lo que implicaba…etc etc.

Recuerdo una conversación con unos chicos en Jaipur, hablando sobre el matrimonio. Nos decían que los europeos éramos muy individualistas y egoístas. Los indios, cuando se casan, casan a dos familias. Hacen toda su vida en familia, no conciben la vida sin ella. Económicamente, en la gran mayoría de los casos, no podrían permitirse otra cosa. Como antiguamente en España, donde en los pueblos vivían todos juntos o en casas contiguas. El progreso tecnológico, la mayor redistribución de riqueza y el bienestar económico asociado a ello, han hecho que vivamos en ciudades distintas a nuestras familias y que incluso podamos vivir solos. Ellos no lo entienden. Ves en su mirada tristeza ante tu soledad. La mayor redistribución económica entre las clases sociales europeas ha hecho que tengamos una mayor independencia individual (bueno, con todo lo que está pasando, ya veremos), pero cuando tienes que depender de la unidad familiar para subsistir, tienes que amoldarte a las exigencias de la misma e intentar mantener o mejorar la convivencia.


Por otra parte está la lucha de las mujeres. El 80% de las mujeres en el mundo se ven relegadas a un segundo plano, carentes de independencia y dominadas por los hombres. Europa somos la excepción que pensamos es la regla. Ha habido muchos sacrificios y muertes de mujeres para conseguir llegar a donde estamos. La revolución industrial, la carencia de hombres tras la segunda guerra mundial, nos ayudaron en la lucha, pero es una lucha ardua. Recordemos que hasta bien entrados los 70, en España una mujer no podía abrir un negocio sin el consentimiento de su padre o su marido. Hablamos de la generación de nuestras madres.

Con toda esta reflexión, que se me ha alargado más de lo que tenía pensado, sólo quería ayudar a entender los porqués, que no quiere decir que lo apoye. No obstante, creo que las transformaciones de la sociedad tienen que darse paulatinamente, no perder la esperanza del cambio y el cómo conseguir una unión familiar, de valores comunes (una cosa que me encantó de la India) y conseguir o preservan la independencia, es algo que a día de hoy no consigo enlazar…"

domingo, 16 de diciembre de 2012

Día 8

"Dios puede cansarse de grandes reinos, pero nunca de pequeñas flores" (Tagore)


Sigo comiendo poco, porque el curry, que es el mismo cada día, me sienta mal. Sigo, pues, con mi dieta de arroz blanco. Cada día que pasa me siento orgullosa por mi habilidad para aclimatarme. Y entonces les veo a ellos, y vuelvo a sentirme como una niña pija. 

Ellos son los niños del colegio. Lo que para mí son solo 20 días, para ellos es la rutina de sus vidas. Me sorprende cómo toleran el día a día sin rechistar. Lo acostumbrados que están a comer la misma comida todos los días. Intento imaginarme la cara que pondrían si, por un momento, vieran un comedor español, con los niños quejándose porque no les gustan las alubias. Habrían alucinado. 

Y no es solo la comida. Antes de empezar a comer, recitan unos mantras de dos minutos, y lo hacen sin quejarse, sin distraerse y sin enredar. Simplemente lo hacen y, en silencio, comienzan a comer. Después, lavan sus platos con sus propias manos. Barren el suelo agachados, lo friegan. Jamás les veo quejarse, ni escaquearse de sus labores. 

La lección de humildad que nos están dando a todos es increíble. Estos niños rezan, trabajan y no tienen ningún tipo de lujo. En cambio, muestran una sonrisa constante en la cara. Nosotros, en cambio, estamos tratando de acostumbrarnos. 

Por suerte, poco a poco nos aclimatamos. Ya no queda nada de mi paranoia con la malaria, y soporto las picaduras de mosquitos sin volverme demasiado loca. Ya me he acostumbrado al olor que desprende el fregadero cuando lavamos nuestros platos, e incluso soy capaz de dormir de un tirón, pese a no tener almohada. 

Aun así, es difícil resistirse a mirar el Facebook en el móvil de las chicas indias, y sin querer todas lloriqueamos por la falta de variedad en las comidas. Pese a todo, son los niños quienes nos sirven en la mesa. Nosotros trabajamos unas horas por la mañana, ¿pero ellos? ellos no paran. 

En semejante situación, es difícil sentirse "voluntario". 




 En otro orden de cosas, esta tarde ha ocurrido lo que (lo negáramos o no) llevábamos deseando durante días: la visita al pueblo. Nos habían prometido que allí habría un mercado, y que podríamos comprar comida, y no podíamos esperar. La mañana de trabajo había pasado volando, y nos habíamos lavado y vestido con la ilusión de quien viaja a Nueva York. Habían llamado a un autorickshaw para que viniera a buscarnos.

Llegó una hora y media tarde, y creíamos que ya no iba a venir. Cuando apareció, nos abalanzamos hacia él. "No cabemos todos, ni de casualidad", decíamos, pero las indias se empeñaban en que sí, y efectivamente, sí cupimos. Apenas podíamos respirar, pero no recuerdo un viaje más divertido que ese en toda mi vida. El autorickshaw volaba en cada bache del camino. "¡Vamos a morir!", gritaba Fanny, y ninguno de nosotros podíamos aguantar nuestras carcajadas.



En el pueblo, la gente nos saludaba con la mano al ver pasar nuestro autorickshaw. Éramos todo un reclamo para las miradas de la gente, que nos señalaba extrañada y divertida.

-Probablemente no hayan visto a tanto blanco junto en su vida -me decía Sirisha.

Habíamos esperado la ciudad más grande. Habíamos imaginado un supermercado. En su lugar, nos encontramos un mercadillo ambulante.



Sin embargo, ¡sí encontramos lo que estábamos buscando!


Volvemos felices a nuestra aldea. Hemos comprado dulces, refrescos y un bizcocho de limón que está para chuparse los dedos. Con esto, sobreviviremos hasta que termine el campo de trabajo. No puedo creerme que mañana, para desayunar, pueda acompañar mi té con un bizcocho. Le hemos intentado explicar a las indias que en Europa desayunamos cosas dulces, y no un cuenco de arroz picante. Les parece absurdo. Esperamos hacerles cambiar de opinión mañana por la mañana, con nuestro bizcocho. 

El viaje de vuelta en el autorickshaw nos sirve para cantar canciones de Rihanna y descubrir que mis amigas indias conocen mejor la letra que yo, y que incluso se saben de memoria su videoclip. Reímos como niños, bailando en la parte trasera del vehículo mientras el resto de conductores no nos quita ojo en la carretera. 

Ha sido un día extenuante, pero la inyección de azúcar de nuestros recién adquiridos dulces me ha dejado una sonrisa que creía que nada podía borrar. 

Claro que hay una conversación que desde ayer no se me quita de la cabeza. Por eso, volviendo de la cena en la aldea, alcanzo a Indhira y, caminando juntas, intento volver a sacar el tema del que sé que les cuesta hablar. 

-Indhira... -digo, despacio-. ¿Y si no te gusta el marido que te ha tocado? Quiero decir. ¿Y si no te enamoras?

-Claro que te enamoras. 

-¿Y si es malo contigo? ¿Si te pega?

Se encoje de hombros. 

-Si eso pasa, es porque tenía que pasar -dice, finalmente-. Porque los dioses han querido que este fuera tu marido. 

-¿Y por qué iban a querer algo así?

-Para darte una lección. Eso es porque en tu vida anterior hiciste algo malo, y esto te lo mereces. Es el Karma, ¿sabes? Tienes lo que mereces. Así que tienes que aguantar, para que en la próxima tu marido te trate mejor. 

No digo nada. No encuentro argumentos. No soy capaz de articular una palabra sin perder las formas o meterme con su religión, por lo que alzo las cejas y asiento con la cabeza. El sistema de la reencarnación conlleva una resignación perfecta. Las castas más bajas no se quejan, no admiten la discriminación a la que se ven sometidos porque revelarse implicaría no evolucionar de casta en su próxima reencarnación. Las mujeres maltratadas aguantan un maltrato que creen merecerse. 

-¿Tú eres religiosa, Indhira?

Tarda en responder. 

-Hay muchas cosas que no me encajan -dice, al final-. Pero cada vez que las cuestiono, mi padre se enfada. Es mejor no pensar mucho en eso. 

Por la noche, compartimos unas galletas de chocolate, y hablamos de videoclips, de la MTV, de la música, de ropa. De cosas que no importan. De cosas que podemos hablar sin que Indhira se sienta incómoda, y yo no tenga que morderme demasiado la lengua. 


PD. Os recuerdo que el nombre de Indhira no es el real. Lo cambié por protegerla, por sus testimonios y opiniones. Ella confió en mí al darme su punto de vista de la realidad india, por lo que no revelaré ni su nombre ni su rostro. 

Día 7

"Es de hipócritas amar a la humanidad en su conjunto y odiar a quienes no adoptan nuestros puntos de vista" (Refrán hindú)

Nuestra mañana de trabajo fue interrumpida de nuevo por la pausa para el té caliente y un mango. Además, nos obsequiaron con dátiles, y unas pequeñas frutas de un color amarillo casi fosforito, que por lo que dicen facilita la digestión. Yo he decidido fiarme, dadas las circunstancias, y he de reconocer que mi estómago va aclimatándose poco a poco.

Ayer por la noche comencé la que creo que va a ser mi dieta los próximos días: arroz blanco. He descubierto que si le quito el curry, mi estómago no sufre. No es del todo apetitosa, sobre todo teniendo en cuenta que no le añaden sal ni nada. Es arroz cocido. Pero alimenta, y es todo lo que puedo pedir.

Nos han dicho que este sábado iremos al pueblo, así que es posible que compremos pan, y algo para hacernos sandwiches. Entre otras cosas, hoy fantaseábamos con un vaso de coca-cola, por lo que es probable que nos hagamos con una botella para todos.


Pasar tanto tiempo juntos nos ayuda a hablar de todo un poco. Las chicas indias son discretas. Cuando hablamos de algo, preguntan con timidez, y esconden sus sonrisas tras una nerviosa carcajada. Es difícil hablar con ellas, pero los días pasan y dormimos juntos, trabajamos juntos, cocinamos y comemos juntos. Poco a poco vamos rompiendo esas barreras. 

Han pasado 7 días y ya sé de la vida sentimental de todos mis compañeros europeos, pero es hoy la primera vez que alguna de las indias abre la boca para hablar de amor. Estábamos cocinando, cuando comienzan a contar cómo funciona el matrimonio en la India. 

Pese a lo que yo pensaba, el matrimonio concertado sigue siendo la principal vía de matrimonio en el país, incluso en las grandes ciudades. No he podido controlar mi sorpresa e indignación. Yo creía que eso se daba solo en los pueblos. 

-¡Pero no es tan malo! -se defiende Spoorthi, que después nos explica todo el funcionamiento. Cuando una mujer cumple los 20 años (en las ciudades, porque en los pueblos suele ser más joven), su familia empieza a pensar en prometerla. Para ello, la vía moderna indica que hay que hacerle una fotografía vestida con sus mejores galas. Esa fotografía se reparte a todos los amigos de la familia, para que las coloquen en sus casas de tal manera que cuando llegue la familia de un hijo casadero puedan verla y valorarla. 

Entre diversas conversaciones, lo que se busca es encontrar a un marido (o una esposa, en el caso contrario), que pertenezca a la misma subcasta -estrato social, supuestamente erradicado a raíz de las protestas de Gandhi, pero erradicado solo a nivel legal, porque la religión sigue siendo bastante estricta al respecto-. Se busca que tenga dinero, bienes y buena reputación. 

Una vez se ha encontrado a alguien adecuado, las familias hablarán para ponerse de acuerdo, y si a ellos les parece bien, se realizará una presentación formal de los futuros cónyuges, y se les permitirá hablar unos minutos. Si no hay mayores complicaciones, ambos aceptarán, y será la familia de la mujer la que tenga que pagar una dote a la familia del marido. A los meses se celebrará una ceremonia larguísima. Sí, ya sabéis, a la mujer se le tatúa el cuerpo con henna, diversos rituales, etc. Después, ella se irá a vivir con la familia del marido: suegros, cuñados y mujeres de sus cuñados incluidos. Su destino pasará a estar en manos de su suegra, futura dueña y señora de su vida.

Yo no salgo de mi asombro, y no puedo evitar hacer preguntas incómodas. 

-¿Por qué pagáis vosotras la dote?

-Porque nos van a mantener el resto de nuestras vidas, tiene sentido -explican.

-¿Y cuánto vale?

Ríen ante mi inocencia, y me explican que eso depende. Que se pone un precio acorde a las cualidades del hijo. Un hijo guapo, o rico, o inteligente, exigirá una mayor cantidad. Por eso, los padres de las chicas ahorran durante toda su vida para poder pagar un buen marido para sus hijas. De lo contrario, tendrán que conformarse con alguien mediocre. Es una de las principales causas por las que, en los poblados más pobres, los padres asesinan a sus hijas recién nacidas. Simplemente, no se lo pueden permitir.

-Pero no es solo la dote. La familia del marido tiene que aceptarte. El futuro marido habla con tus vecinos para conocer tu comportamiento: si te han visto con otros chicos, si sueles salir mucho sola de tu casa... tienes que cuidar mucho tu imagen. De todas formas, a veces los vecinos, si son celosos, hablan mal de ti y cuentan mentiras. Por eso es mejor no hablar con chicos, directamente. Tener buena fama, ya sabes.

Me cuesta encajar mis mandíbulas. Legalmente tus padres pueden obligarte a casarte. Indhira me cuenta que es la principal causa de suicidios de mujeres en la India.

Indhira, Spoorthi, Sirisha, Shuti..., todas las chicas que se sientan conmigo a hablar, son universitarias. Pertenecen a familias educadas. Tienen iPad, iPhone y portátiles en casa. Algunas están terminando ingeniería, y otra quiere hacer un doctorado en comercio internacional. Conocen a Rihanna, son fans de Crepúsculo. ¡Ven la MTV! Y sin embargo, saben que dentro de un año, van a tener que abandonar sus casas para pasar para siempre a la disposición de su suegra. No parecen indignadas.

-¿Y si tu suegra no quiere que trabajes de ingeniera? -pregunto.

-Pues no trabajaré. Me quedaré en casa, limpiaré y cuidaré de mis hijos y mi suegra. De todas formas, esas cosas las negocian las familias de antemano, para evitar ese tipo de situaciones. Aunque claro, tú legalmente pierdes a tu familia cuando te casas, por lo que si tu suegra cambia de opinión, debes aceptar.

Cuatro años de carrera reducidos a eso. Intento respirar hondo y no dejarme llevar por la ira, pero esta semana ha sido suficiente para conocer a estas chicas, para cantar y bailar con ellas, para charlar y reírme con ellas. Para descubrir que son chicas como yo, que no hay tanto que nos diferencia. Y, sin embargo, su destino es tan distinto. Se me empañan los ojos de la furia. Me gustaría cogerlas por los hombros y zarandearlas para que compartieran mi indignación. Para que despertaran.

-No te preocupes, Jara. Mis padres tienen una mentalidad más abierta.

-¿Te dejarán elegir a ti?

-¡No! -exclama en una carcajada-. Claro que no. Pero elegirán al mejor para mí. Hablarán con la familia, les convencerán para que me dejen estudiar.

-No lo entiendo -digo, una y otra vez-. No lo entiendo. ¿Y de qué va entonces todo eso de Bollywood? Son tan románticas, esas películas. ¡Se enamoran! Hay un chico, y una chica, ¡y se enamoran! ¿Por qué hacéis esas películas, si después no creéis en el amor?

-Sí creemos en el amor -me corrige Sirisha-. Pero el amor viene después del matrimonio.

-Ya, pero en las películas son un chico y una chica que se enamoran y finalmente se casan. Como lo hacemos en occidente...

Indhira, callada hasta entonces, sonríe.

-Toda chica tiene su historia de amor. Simplemente hay que saber controlarse, y cortarla. Es inevitable enamorarse. Pero hay que ser lista y conocer tus prioridades. La familia es lo primero. Claro que eso no significa que no nos guste soñar.

Les gustan las películas de amor, como a nosotros las de magos o unicornios. Sabemos que no existen, pero nunca está de más soñar.

Escribo ahora desde mi cama, refugiada en mi mosquitera. Las observo dormir y me invade la frustración. No quiero juzgar, no quiero pensar que yo estoy en lo correcto. Pero pienso en mi novio, pienso en los chicos que han pasado por mi vida. Recuerdo cada beso, cada cita, el simple hecho de cogerles de la mano por la calle. Cada abrazo. Vuelvo a mirarlas, respiran tranquilas en su sueño.

Ellas jamás darán un beso por primera vez a un chico con incertidumbre. Ellas no sentirán esas cosquillas, ni esa irrefrenable alegría por pensar "le gusto".

Necesito dormir. 

Día 6 (parte II)

El mango me había devuelto la vida.

-Necesitabas azúcar, eso pasa -me dijo Mak. Posiblemente fuera cierto, porque pese a mi dolor de estómago, el mundo entero parecía un lugar mejor.

Me aseé y cambié de ropa, sorprendiéndome a mí misma de mi recién aprendidas habilidades para lavarme el pelo con un cubo de agua sin empapar todo el suelo, y después salimos para hacer una visita a la aldea. Muchos de los niños de nuestra escuela viven allí, y queríamos echar un vistazo.


Las vistas eran impresionantes. No hay palabras que puedan hacerle justicia. Conforme llegábamos a las aldeas, las mujeres y los niños salían de las casas y nos observaban curiosos. Algunos se acercaban a nosotros y nos pedían que les sacásemos fotografías. Todos querían posar, pero también querían que les diésemos las fotos. Nos costó hacerles entender que eran digitales, y nos daba mucha pena. 

Las fotos que pongo ahora no son mías (¡qué más quisiera!), son obra de Fanny, mi compañera de aventuras venida desde Bruselas. Disfrutad, no hay palabras.






(El templo de la aldea, donde nos bendicieron con un puntito rojo en la frente. Si estás casada, te pondrían uno amarillo, pero ninguna de las presentes había pasado ya por el altar...)



Fábrica de leche, principal mecanismo de supervivencia de la aldea. Lo distribuyen por Bangalore.

Día 6 (Parte I)

No tengo perdón, así que me ahorraré las excusas (trabajos, exámenes, vagancia). Para compensaros subo DOS días de golpe. Esperando que todavía haya gente con ganas de leer mis aventurillas por este maravilloso país. Y si no pues ya me encargaré yo de convenceros, porque es aquí cuando empieza la parte verdaderamente interesante...

Día 6

"La felicidad o la desgracia dependen enteramente de la actitud de la mente" (Upanishad)

El día ha comenzado duro. Me levanté a las 6 de la mañana para hacer yoga, y a duras penas podía ponerme en pie. Ayer por la noche comenzó a dolerme mucho el estómago, y lo que me ofrecían como cena (el mismo cuenco de arroz con chili picante que me había hecho enfermar) no parecía ayudar mucho, así que lo rechacé. "No puedes estar sin cenar, niña", me decía Mr.Ganesh preocupado. Pero yo lo prefería antes que volver a comer lo mismo. Me levanté sin fuerzas, y mi estado de ánimo no era mucho mejor.

Apenas estaba amaneciendo cuando nos dirigimos todos al templo hindú donde nos tocaba meditar. El conductor de la meditación es el padre de Indhira, que por lo visto todas las mañanas acude a sus propias clases con un gurú de meditación. Tras recitar unos mantras, nos hizo hacer una serie de ejercicios y correr dando vueltas a una figura grande del que creo que es Budha. Media hora más tarde ya habíamos terminado, pero todavía nos quedaba una hora para desayunar, así que nos cambiamos de ropa y nos quedamos sentados en las escaleras un rato.

Al llegar a la cocina, conforme me quitaba los zapatos para entrar (no sé si os dije que van descalzos por todas partes, para no manchar nada), me vino ese olor a curri que me había hecho enfermar el día anterior. Miré a mi alrededor y no me cupieron dudas: también ese iba a ser mi desayuno. Lo rechacé de nuevo, para preocupación de todos. "¿Cuándo va a comer?" "¡Esta niña va a morirse!". "Puedes comer como una europea, pero ahora vas a trabajar como un Indio", me advertían.

Acepté sus consejos, pero me mantuve en mi negativa por comer. Estaba malumorada, sin fuerzas. "Intenta relajarte", me decía, "no es culpa suya". Pero me veía 15 días más allí, comiendo siempre esa comida que hacía daño a mi estómago, y todo lo que sentía era vértigo. Además, por si fuera poco, se negaban a comprar agua potable, por lo que todo el agua que bebíamos era hervida, y siempre estaba caliente. No ayudaba teniendo en cuenta los 40º a los que nos enfrentábamos fuera. Eso, unido al dolor de espalda que me provocaba la férrea tabla que teníamos por colchón, la falta de condiciones higiénicas y el desagradable olor de las cocinas... hizo que mi mundo se viniera abajo. "¿Qué estoy haciendo aquí?"

Resignada, e intentando que no se me notase demasiado mi desánimo, me tomé un té y todos juntos nos dirigimos a nuestro lugar de trabajo.


Teníamos que construir los cimientos de un nuevo edificio para la escuela. Ahí estaba un grupo de trabajadores asalariados (sólo eran tres), a quienes íbamos a echar un cable. O eso creíamos. Porque viendo la facilidad con la que se lanzaban las piedras unos a otros sin resultar heridos, nos dimos cuenta de que más que una ayuda, íbamos a ser una carga. 

Ellos nos miraban y cuchicheaban. De vez en cuando, soltaban alguna carcajada indiscreta. Nosotros, mientras tanto, intentábamos cogerle el truco a lo de lanzarnos piedras. Hacía calor, y yo empezaba a sentir que tenían razón cuando me decían que debería haber desayunado. "Estás muy blanca, siéntate", me indicó Sirisha, y le hice caso. "Tienes que comer, aunque no te guste la comida. Si no, no vas a poder hacer nada aquí". 

Me sentí ridícula. Como una niña pija a la que no le gusta su hotel. Así que me mantuve unos minutos a la sombra y acepté una taza de té que nos trajeron. Estábamos sorprendidos: ¿té para combatir el calor? ¿es que nadie bebe agua fría? "¡No tenéis ni idea!", nos dijo un obrero, "el té caliente es lo mejor para el trabajo. Te pone caliente por dentro, y así hace frío fuera". 

Tenía sentido. 

Minutos después, volví a la carga. Poco a poco le fuimos pillando el truco. Las piedras se colocaban y se rellenaba el espacio con una especie de gravilla que previamente fabricaban artesanalmente. Después, se le echaba agua y había que asegurarse de no dejar ningún espacio. Y así, poco a poco, se iba construyendo una escuela. 

Entre la emoción de ver los resultados de nuestro trabajo, y a base de cantar canciones de nuestros respectivos países, fuimos pasando la mañana con bastante alegría. La música siempre hace las cosas más fáciles, a fin de cuentas. Cuando, a las 13h, dimos por finalizada nuestra jornada laboral, Sirisha alzó la manguera con la que habíamos estado trabajando y empezó a empaparnos a todos. 

Era lo más parecido a una ducha que habíamos tenido en 6 días. No recuerdo haberme reído con tanta alegría en mucho tiempo. Ahí estaba. De eso iba todo. De ser feliz con un poco de agua, de cantar con tus compañeros. De ser feliz trabajando. Todos esos mantras que recitaba incansablemente nuestro gurú de la meditación no eran más que eso.



-Me siento estúpida a veces, Mak -le decía minutos después al chico bangladeshí (le podéis ver en esta fotografía, con una cámara en la mano). Esperábamos a que fuera la hora de la comida, sentados en las escaleras del porche.

-¿Por qué?

-Hace unas semanas, me obsesioné con que quería un iPhone. Y no me gustaba salir de casa si mi flequillo no estaba planchado.

-Pues yo creo que estás guapa así -me dijo, con una sonrisa. Me miré, con mis bombachos llenos de barro, mis uñas de los pies ennegrecidas, apestando a toda una mañana de trabajo y con mi pelo enredado en bucles.

-Supongo. A veces no hace falta más, ¿verdad?

-Podemos vivir así, no hace falta más. Pero no te engañes, seguro que echas de menos tus planchas de pelo, tu maquillaje, tu pintauñas.

Miré mis uñas antes de contestar. Tenía razón, sería absurdo negarlo. Pero experimentaba una cierta sensación de libertad al saber que, en aquel momento, no necesitaba nada de todo aquello para subsistir. Era solo yo, con dos pares de pantalones y cuatro camisetas. Nada más.

Tras unos cuantos minutos esperando, mi estómago parecía querer comerse a sí mismo, por lo que esta vez no me negué a probar el arroz picante. Lo introducía a mi boca intentando no saborearlo, dejando de respirar, lanzándolo directamente a mi garganta, con cada vez mayor pericia. Nada de eso evitaba que incluso mis labios me escocieran por el picor del curri, pero lo que más me preocupaba era la reacción de mi estómago. No tardó en hacerse llegar, y no pude siquiera terminar el plato.

Sin embargo, tuvieron un detalle muy bonito conmigo. El organizador había cogido el coche al pueblo más cercano, y había comprado mangos y agua mineral. Ver esa fruta estuvo a punto de hacerme llorar de emoción, y me serví un gajo disfrutando a cada instante. Mi reacción les hizo sonreír. "¡Mira cómo come ahora!", exclamó Ganesh, con alegría.


(sigo en la siguiente entrada, que esto se queda muy largo) -> Pincha AQUÍ

viernes, 21 de septiembre de 2012

Día 5

Lo primero de todo, disculparme por la tardanza. Soy un desastre. Le echaría la culpa al comienzo de las clases, pero ha sido un cúmulo de cosas. Así que sin más dilación...

Día 5


"Para quien lo sabe ver y amar, el mundo se quita su careta de infinito y se hace tan pequeño como una canción, como un beso" (Tagore)

Hoy hemos madrugado. Kacper y yo hemos hecho turnos para ducharnos y recoger todas nuestras cosas. El desayuno ha sido rápido, a ritmo europeo. El Señor Ganesh nos dijo ayer que esta mañana, justo después de desayunar, vendría a recogernos un autobús para llevarnos a nuestro campo de trabajo, así que nos lo tomamos al pie de la letra. Por supuesto, hemos estado esperando una hora y media en las   escaleras hasta que finalmente ha aparecido el vehículo.
El conductor tenía el símbolo del OM coronando el parabrisas, así como la imagen de un dios que, por el momento, desconozco. No cabíamos todos en el autobús, pero tampoco era algo que pareciera preocupar mucho a los indios, que se fueron al fondo y tiraron las mochilas entre asiento y asiento. No debe de haber muchos kilómetros entre Bangalore y la aldea a donde nos dirigimos, pero tardamos más de tres horas en llegar. Es difícil saber dónde acaba la ciudad y dónde empiezan las aldeas. Pasé las tres horas asomando la cabeza por la ventanilla entreabierta, descubriendo más y más ríos de basura, casas derruidas, y el olor a veces se hacía tan insoportable que teníamos que cubrirnos el rostro con nuestros pañuelos.
Por fin, comprendimos que nos acercábamos a la India rural. La verdadera India, como decía Gandhi. Pequeñas casas aisladas, vacas campando a sus anchas y mujeres curiosas sentadas junto a la puerta, mirando el autobús con extrañeza. Y finalmente llegamos.
El lugar es un paraíso verde. La vegetación, el olor, los sonidos. Todo en conjunto creaba un paisaje abrumador. No podía evitar, mientras bajaba del autobús, sentirme una pequeña hormiga en la inmensidad del universo. Me gustaría que hubiera una forma de describirlo que no sonara tanto a un cliché, pero todavía estoy asimilando que mis zapatillas pisan la arena de la India, que el aire huele a la India, que realmente estoy aquí, a tantos kilómetros de mi casa, al comienzo de una aventura tan emocionante.


En medio de la selva, hay una escuela para niños de aldeas próximas. Es un centro religioso hindú, que sigue un sistema educativo que ellos denominan pre-colonial (es decir, previo a la implantación del sistema de enseñanza británico, que domina la India a día de hoy, especialmente en las ciudades).
Se enseña a los niños no sólo la educación básica, sino que tiene un alto componente moral. La meditación es obligatoria, y todos los niños hacen, además, yoga y karma-yoga. ¿Qué es el karma-yoga?, me pregunté. Una de las profesoras, que ha aparecido para recibirnos y darnos las gracias por nuestra visita, nos lo explica: según el hinduismo, existe una suerte de fuerza llamada Karma, que implica que acciones malas en vidas pasadas se cobran su factura en vidas posteriores, y viceversa. Para combatir, por tanto, tus malas decisiones pasadas, es necesario que pagues tu deuda mediante el trabajo físico. Por tanto, los niños se turnaban para hacer labores como limpiar los cuartos de baños, las cocinas, barrer la escuela, etc. "No se trata sólo de Karma", nos contó, mientras nos llevaba a nuestras instalaciones, "también se trata de una lección de humildad. Así saben que los baños no se limpian solos, y aprenden a valorar todos los trabajos".


Así que aquí nos quedaremos, durante diez días de trabajo más el fin de semana. Nuestra labor será construir un edificio nuevo para la escuela de la mano de obreros indios que, seguro, tendrán que enseñarnos absolutamente todo. 
Nosotros dormiremos en uno de los edificios. Está equipado con literas, y nos ha sorprendido gratamente. Los baños, no obstante, destacan menos por su comodidad. No hay agua caliente, al igual que en el hotel, y los cubos vuelven a ser el único sistema para lavarnos, pero deduzco que no tardaremos en acostumbrarnos. 
Después de acomodarnos y enredar nuestras mosquiteras como podemos en las literas, fuimos a comer. Se trataba del comedor conjunto a donde comen los niños. 
Primera regla: fuera los zapatos. 
Descalzos, cogimos nuestro plato y vaso, y uno de los responsables de la organización trajo un bol enorme de arroz blanco y después otro con una salsa anaranjada. Tras echarlo en el arroz, descubrimos que es extremadamente picante. Lo llaman 'curry', pero no se parecía en absoluto a la mezcla de especias amarillas que en Europa nos venden como 'curry'. Esto era una especie de cocido de pimiento chilli, sin más verduras que eso, por lo que prácticamente se trataba de una sopa picante con la que aliñar el arroz. 
El problema era la falta de agua potable, que hacía que comer arroz picante fuera una experiencia especialmente difícil. Observando nuestra incomodidad, pusieron a hervir agua para matar bacterias y que pudiésemos al menos beber algo, pero el agua hervida tardaba en enfriarse, y tampoco sirvió para aplacar el ardor de nuestras lenguas todavía desacostumbradas al sabor indio.


Lo más curioso, y divertido, era comer con las manos. Existe una regla establecida al respecto. Se come con la mano derecha, se bebe con la mano izquierda, y todo lo que quieras coger o tocar debe hacerse con la mano izquierda, porque lo cierto es que la derecha se mancha mucho. Jamás pensé que sería tan complicado, pero lo es. Al principio utilizaba sólo tres dedos, intentando que el arroz no se me escapara, pero la salsa resbalaba por mi muñeca.
Indhira me miraba divertida.
-No uses sólo tres dedos, así te manchas mucho -me decía-. Es así, con toda la mano. Y el pulgar empuja la comida dentro de la boca.
Pero no era tan fácil, y terminábamos los europeos agachados contra el plato, mientras que ellas comían con una habilidad sorprendente, sin apenas moverse.

Mañana empieza nuestra verdadera rutina. Los miembros de la ONG nos dejan solos, y sólo quedamos los voluntarios. El plan es levantarnos a las 6 de la mañana para hacer yoga y meditación, después desayunar, ir a trabajar en la construcción, comer, jugar con los niños de la escuela, algo de tiempo libre, cenar y dormir. Insisten en que la luz se apagará a las 10 de la noche.
Honestamente, con semejante rutina, dudo mucho que nos cueste conciliar el sueño, pese a que las literas parezcan hechas de piedra, el calor del ambiente y el siseo amenazante de los mosquitos.
Son las ocho de la tarde y ya siento mis párpados luchando por permanecer abiertos. Mi estómago también empieza a quejarse, y creo que el curry no le ha sentado bien en absoluto. Espero estar bien para la hora de la cena...